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Diálogos. Por Raúl Saucedo 6c4771

El Eco de la Paz tf5d

En el crisol de la historia, las disputas bélicas han dejado cicatrices profundas en el tejido de la humanidad. Sin embargo, en medio del estruendo de los cañones y las balas metrallas, ha persistido un susurro: El Diálogo. A lo largo de los siglos, las mesas de negociación han emergido como esperanza, ofreciendo una vía para la resolución de conflictos y el cese de hostilidades entre grupos, ideas y naciones. 27525a

Desde la antigüedad, encontramos ejemplos donde el diálogo ha prevalecido sobre la espada. Las guerras médicas entre griegos y persas culminaron en la Paz de Calias, un acuerdo negociado que marcó el fin de décadas de conflicto. En la Edad Media, los tratados de paz entre reinos enfrentados, como el Tratado de Verdún, establecieron las bases para una nueva configuración política en Europa.

En tiempos más recientes, la Primera Guerra Mundial, un conflicto de proporciones colosales, finalmente encontró su conclusión en el Tratado de Versalles. Aunque controvertido, este acuerdo buscó sentar las bases para una paz duradera. La Segunda Guerra Mundial, con su devastación sin precedentes en el mundo moderno, también llegó a su fin a través de negociaciones y acuerdos entre las potencias.

La Guerra Fría, un enfrentamiento ideológico que amenazó con sumir al mundo en un conflicto nuclear, también encontró su resolución a través del diálogo. Las cumbres entre los líderes nucleares, los acuerdos de limitación de armas y los canales de comunicación abiertos permitieron evitar una posible catástrofe global.

En conflictos más recientes, y su incipiente camino en las mesa de negociación ha sido un instrumento crucial para lograr el cese de hostilidades de momento, semanas atrás por las mesas en Arabia Saudita, París y el showtime de la oficina oval.

Estos ejemplos históricos subrayan la importancia del diálogo como herramienta para la resolución de conflictos. Aunque las guerras pudieran parecer inevitables e interminables en ocasiones, la historia nos muestra que siempre existe la posibilidad de encontrar una vía pacífica. Las mesas de negociación ofrecen un espacio para que las partes en conflicto puedan expresar sus preocupaciones, encontrar puntos en común y llegar a acuerdos que permitan poner fin.

Sin embargo, el diálogo no es una tarea fácil. Requiere voluntad política, compromiso y la disposición de todas las partes para ceder en ciertos puntos. También requiere la participación de mediadores imparciales que puedan facilitar las conversaciones y ayudar a encontrar soluciones mutuamente aceptables.

En un mundo cada vez más complejo e interconectado, el diálogo se vuelve aún más crucial. Los conflictos actuales, ya sean guerras civiles, disputas territoriales o enfrentamientos ideológicos, exigen un enfoque pacífico y negociado. La historia nos enseña que la guerra deja cicatrices profundas y duraderas, mientras que el diálogo ofrece la posibilidad de construir un futuro más pacífico y próspero para todos.

Los diálogos siempre serán una vía, aunque el diálogo más importante será con uno mismo para tener la paz anhelada.

@Raul_Saucedo

[email protected]

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Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera 2d45r

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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